Ídolo
falso que el mortal adora
y
que insensato te erigió un altar;
por
quien el hombre su miseria llora,
de
quien recibe solo un cruel pesar.
Jamás
canté tus triunfos, niño ciego;
no
herirme pudo tu temible arpón;
de
tus saetas, de tu ardiente fuego,
conservo
ileso y libre el corazón.
Nunca
manché las cuerdas de mi lira
regando
en ellas llanto de dolor
de
engaños mil que tu deidad respira,
con
que penas sin fin causas traidor.
Mi
puro labio de tu copa impía
jamás
gustó su emponzoñada miel,
que
al brindar viertes con sagaz falsía
muerte,
veneno, y amargura y hiel.
Nunca
mi oído se inclinó a tu acento;
siempre
tu halago lo creí falaz;
mi
alma inocente no perdió un momento
su
dulce calma, su tranquila paz.
Nunca
cantar, tirano, tu victoria
ni
tributarte vil adoración
es
mi laurel, mi orgullo, dicha y gloria
y
el más grato placer del corazón.
Si
alguna vez al preludiar mi lira
resuena
en ella acento de dolor,
si
el alma en quejas al pesar suspira,
no
es por sentir tu dardo, ¡impuro Amor![1]
Si
mi mejilla en llanto se humedece
y
si en el corazón hay amargor,
si
en él la angustia, la dolencia crece,
no
es del acíbar de tu copa, Amor.
No
te conozco, ¡y de esto me glorío!
Tu
nombre odioso escucho con horror,
y
al ver que causas males mil, impío,
te
dice el labio: ¡Maldición, Amor!
Sé
que interés te vence, abate, humilla;
sé
que los celos te dan vil temor,
sé
que el mortal te inclina la rodilla.
¡yo
te desprecio y te maldigo, Amor!
Fuente:
Parnaso boliviano (1869) y
Poetisas
americanas
(1896).
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La edición es mía.
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