Meditación, de Clotilde Zárate




Elévase entre nubes, sublime y majestuosa,
la transparente luna con pálido fulgor,
cual la modesta virgen, que bella y pudorosa,
oculta tras un velo su rostro seductor.
Y míranse a millares radiantes las estrellas,
la bóveda celeste lucientes tachonar;
y en el espacio inmenso, cual rápidas centellas
se ven exhalaciones bellísimas cruzar.
La embalsamada brisa susurra blandamente,
y a su fugaz contacto la matizada flor,
su cáliz entreabriendo, se mece suavemente,
y esparce por doquiera su aroma embriagador.
Esta hora de reposo conmueve al alma ardiente;
y entonces se presenta radiante la ilusión:
recuerdos deliciosos se agolpan a mi mente;
memorias de la infancia que adora el corazón.
De esa época felice que ignora los dolores
que oprimen a la triste, doliente humanidad;
y en que dichoso el niño camina sobre flores
que ocultan a sus ojos la horrible realidad;
cuando en dorados sueños le ofrece la esperanza
de rosas y azucenas sembrado el porvenir,
y que su débil mente a comprender no alcanza,
que en páramo desierto se pueda convertir.
Mas, ¡ay, cuán poco dura de la niñez la calma!
llega presto tras ella la ardiente juventud:
entonces la amargura, despedazando el alma,
aleja de su lado la paz y la quietud.
¿En dónde están los goces de aquella edad primera?
¿Do están aquellas horas de dicha y de placer?
Pasaron como pasa la ráfaga ligera;
cruzaron cual meteoro que nunca ha de volver.
Mil veces esa Luna espléndida y brillante
calmara compasiva mi vivido penar;
Y ¡cuántas ha bañado mi pálido semblante,
y ha visto de mis ojos las lágrimas rodar!
¡Oh, faro de la noche! ¡Antorcha de consuelo!
¡Destello de la inmensa, divina majestad!
No avances, no; detente en el etéreo cielo,
y deja que contemple tu suave claridad.


Fuente: Poetisas mexicanas (1893).
** La edición es mía.

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