Elévase
entre nubes, sublime y majestuosa,
la
transparente luna con pálido fulgor,
cual
la modesta virgen, que bella y pudorosa,
oculta
tras un velo su rostro seductor.
Y
míranse a millares radiantes las estrellas,
la
bóveda celeste lucientes tachonar;
y
en el espacio inmenso, cual rápidas centellas
se
ven exhalaciones bellísimas cruzar.
La
embalsamada brisa susurra blandamente,
y
a su fugaz contacto la matizada flor,
su
cáliz entreabriendo, se mece suavemente,
y
esparce por doquiera su aroma embriagador.
Esta
hora de reposo conmueve al alma ardiente;
y
entonces se presenta radiante la ilusión:
recuerdos
deliciosos se agolpan a mi mente;
memorias
de la infancia que adora el corazón.
De
esa época felice que ignora los dolores
que
oprimen a la triste, doliente humanidad;
y
en que dichoso el niño camina sobre flores
que
ocultan a sus ojos la horrible realidad;
cuando
en dorados sueños le ofrece la esperanza
de
rosas y azucenas sembrado el porvenir,
y
que su débil mente a comprender no alcanza,
que
en páramo desierto se pueda convertir.
Mas,
¡ay, cuán poco dura de la niñez la calma!
llega
presto tras ella la ardiente juventud:
entonces
la amargura, despedazando el alma,
aleja
de su lado la paz y la quietud.
¿En
dónde están los goces de aquella edad primera?
¿Do
están aquellas horas de dicha y de placer?
Pasaron
como pasa la ráfaga ligera;
cruzaron
cual meteoro que nunca ha de volver.
Mil
veces esa Luna espléndida y brillante
calmara
compasiva mi vivido penar;
Y
¡cuántas ha bañado mi pálido semblante,
y
ha visto de mis ojos las lágrimas rodar!
¡Oh,
faro de la noche! ¡Antorcha de consuelo!
¡Destello
de la inmensa, divina majestad!
No
avances, no; detente en el etéreo cielo,
y
deja que contemple tu suave claridad.
Fuente:
Poetisas mexicanas (1893).
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La edición es mía.
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