El
disco argentado
de
Diana apacible,
al
alma sensible
convida
a pensar:
sus
pálidos rayos,
de
luz blanda y pura,
inspiran
ternura
y
un grato agitar.
¡Cuán
plácida brilla!
las
nubes platea,
y
suave hermosea
la
etérea región.
Del
mísero amante,
que
espera y padece,
el
pecho adormece
con
tierna ilusión.
¡Salud,
astro hermoso!
Tu
dulce influencia
quizá
a mi existencia
dará
nuevo ser:
que
ya de los hados
la
víctima he sido,
y
en vano he querido
luchar
y vencer.
Si
fijan mis ojos
tu
bello semblante,
percibo
un instante
suspenso
mi mal;
mas
esto no basta.
Tu
aspecto sereno
derrame
en mi seno
su
calma mortal.
La
bóveda etérea,
de
claro zafiro,
que
en rápido giro
te
vi recoger,
un
templo te ofrezca,
cuyo
ámbito inmenso
jamás
el incienso
podrá
oscurecer.
Las
trémulas luces
de
miles de estrellas
despidan
más bellas
su
opaco esplendor:
de
Febo brillante
los
rayos te doren;
tu
carro decoren,
templando
su ardor.
Su
velo rosado
la
aurora risueña,
con
mano halagüeña,
coloque
en tu sien;
y
tus rubios celajes,
formando
graciosos
mil
grupos vistosos,
sus
fris te den.
¡Oh,
nunca se eclipse
tu
luz deliciosa
ni
nube envidiosa
empañe
tu faz!
Y
ya que tu vista
mi
pecho conmueve,
mis
votos te eleve
la
brisa fugaz.
Fuente: Colección de poesías de los mejores
poetas de la América del Centro (1888).
** La edición es mía.
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