¿Qué
dulce acento en mi mortal tristura
viene
a halagar con célica armonía
mi
herido corazón en su agonía
y
calma de mi pecho la amargura?
Es
el ángel de luz que el cielo envía,
es
el bardo feliz que en raudo vuelo,
en
alas de su ardiente fantasía
cruza
el espacio y se remonta al cielo.
Es
el cantor espléndido y sublime,
el
hijo del profundo sentimiento;
aquel,
en cuyos cánticos se imprime
el
arranque inmortal del pensamiento
Es
el poeta de la patria mía,
que
mi plegaria tiernamente oyó;
fue
brote de mi cruel melancolía…
de
honda tristeza que fomento yo
porque
me place dilatar mi pena
y
mis ardientes lágrimas beber,
y
oír el choque de mi atroz cadena
porque
soy infeliz… ¡y soy mujer!
No,
mis lamentos nunca irán al cielo.
¡Ay!
Ellos en la tierra morirán;
la
eterna noche tenderá su velo,
y
mis íntimas quejas cesarán.
Allá
en la altura do el Eterno mora,
en
su trono de gloria y esplendor,
no
alcanzan los gemidos del que llora,
ni
puede penetrar allí el dolor.
Yo
soy la tortolilla gemidora,
cuyas
endechas no podrán llegar
más
allá de la estancia bienhechora
donde
miré la luz para penar.
Yo
no tengo la voz dulce y sonora
con
que suele cantar la inspiración;
ni
puedo celebrar la bella aurora,
porque
yace marchita mi ilusión.
Soy
la flor solitaria del desierto
que
el recio vendaval la deshojó;
la
barquilla infeliz que no halló puerto
cuando
la tempestad la combatió.
¡Ay!
Sólo tengo lágrimas amargas,
no
cánticos sentidos de placer:
horas
eternas, y sombrías, largas,
como
mi prolongado padecer.
Las
suaves notas de tu hermoso canto
que
mis horas calmaron de dolor,
enjugando
a la vez mi acerbo llanto,
nunca
se borrarán… ¡jamás, cantor!
Fuente:
Poetisas americanas (1896).
**
La edición es mía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario