A un poeta, de María Natividad Cortés



¿Qué dulce acento en mi mortal tristura
viene a halagar con célica armonía
mi herido corazón en su agonía
y calma de mi pecho la amargura?
Es el ángel de luz que el cielo envía,
es el bardo feliz que en raudo vuelo,
en alas de su ardiente fantasía
cruza el espacio y se remonta al cielo.
Es el cantor espléndido y sublime,
el hijo del profundo sentimiento;
aquel, en cuyos cánticos se imprime
el arranque inmortal del pensamiento
Es el poeta de la patria mía,
que mi plegaria tiernamente oyó;
fue brote de mi cruel melancolía…
de honda tristeza que fomento yo
porque me place dilatar mi pena
y mis ardientes lágrimas beber,
y oír el choque de mi atroz cadena
porque soy infeliz… ¡y soy mujer!
No, mis lamentos nunca irán al cielo.
¡Ay! Ellos en la tierra morirán;
la eterna noche tenderá su velo,
y mis íntimas quejas cesarán.
Allá en la altura do el Eterno mora,
en su trono de gloria y esplendor,
no alcanzan los gemidos del que llora,
ni puede penetrar allí el dolor.
Yo soy la tortolilla gemidora,
cuyas endechas no podrán llegar
más allá de la estancia bienhechora
donde miré la luz para penar.
Yo no tengo la voz dulce y sonora
con que suele cantar la inspiración;
ni puedo celebrar la bella aurora,
porque yace marchita mi ilusión.
Soy la flor solitaria del desierto
que el recio vendaval la deshojó;
la barquilla infeliz que no halló puerto
cuando la tempestad la combatió.
¡Ay! Sólo tengo lágrimas amargas,
no cánticos sentidos de placer:
horas eternas, y sombrías, largas,
como mi prolongado padecer.
Las suaves notas de tu hermoso canto
que mis horas calmaron de dolor,
enjugando a la vez mi acerbo llanto,
nunca se borrarán… ¡jamás, cantor!


Fuente: Poetisas americanas (1896).
** La edición es mía.

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